Hoy como tantos días, había un señor pidiendo en el metro,
no pedía dinero, solo trabajo. Contaba que había trabajado durante 30 años en
la misma empresa, pero esta había quebrado y les habían echado a todos a la
calle hacía dos años, tenía dos niños pequeños a su cargo, su mujer también
estaba en paro y ya no les llegaba para comer, pero no encontraban trabajo...
Qué novedad, pensareis, la verdad es que a mí tampoco me
llamo la atención (hasta ahí llega nuestra insensibilización), pero entonces
una señora le dio un billete de cinco euros y no lo cogió. Se excusó diciendo
que no pedía limosna, que en los tiempos que corren todos pasamos apuros, que
él quería ganarse el pan de sus hijos y si había algún trabajo que pudiera
hacer para ella, le cogía gustoso el dinero, pero solo en ese caso.
Ahora ya no os parece tan corriente la situación ¿verdad?,
creo que eso pensamos la mayoría de la gente del vagón, que por primera vez
comenzamos a prestarle atención. Entonces se le acercó un señor bien vestido,
que mirándole directamente a los ojos le dijo: “Alberto, ¿eres tú?, ¿qué te ha
pasado?” con lágrimas se pusieron a hablar… lo último que escuche antes de
bajarme del vagón fue “no te preocupes, todo tiene solución, acompáñame en mi
empresa que hay una bacante, a ver qué podemos hacer.”
Os prometo que aquella escena me emocionó y me fui a casa con una sensación extraña en el estómago. Sinceramente, tal y como están las cosas, quien puede asegurar que, la persona que veamos pedir mañana en el metro, no sea un amigo, un familiar o incluso uno mismo?
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